El chirrido del cercanías contra las vías obliga a Susana a elevar el volumen de su móvil, para escuchar a One Direction. Aún tiene las manos frías, esta noche pasada ha helado, y lo sube demasiado, por lo que ha de quitarse el único auricular que ya tenía puesto.
El paisaje escarchado pasa como a cámara rápida, a la contra de la dirección del tren, produciendo un efecto de línea blanca sin fin.
Al fondo del vagón se oye lío. A estas horas hay dos tipos de personas; las que van dormidas y las que hablan a gritos con sus acompañantes o con sus móviles. Sin verbalizar Susana escucha algo distinto, a una mujer gritar “se ahoga, se ahoga mi hijo”.
Casi sin girar la cabeza, se levanta de un salto y enfoca directamente hacia el rincón izquierdo del final del vagón. Varias personas tapan la butaca en la que la mujer sostiene a un niño inclinándolo hacia la izquierda, de modo que su cuerpo sobresale hacia el pasillo, como si fuera a vomitar.
Susana se abre paso entre las cuatro personas que rodean la escena, a tiempo para negar a la mujer, con un gesto, su intención de introducir los dedos índice y corazón en la garganta del pequeño.
Ése parece ser el problema, un atragantamiento. Una señora levanta el brazo, dispuesta a asestarle un golpe en la espalda. Susana la detiene, cogiendo al vuelo el antebrazo y negando con la cabeza. Podría ser fatal, al mover hacia adentro el objeto que ha obstruido las vías respiratorias.
El niño no emite sonido alguno, aunque a Susana le cuesta oír su propia voz al pedir que se aparten, mientras coge por debajo de los brazos al pequeño, dándole la vuelta y abrazándolo por detrás.
Su rostro está rojo, muy rojo. Susana inicia la maniobra Heimlich. “Qué oportuno que asistiera a clase el último día -piensa- casi no llego y es que Nistal es lo que tiene, que si no estás en punto no permite que entres en clase”.
Repite mecánicamente la maniobra aprendida: coloca su puño derecho, con el pulgar contra el abdomen del niño, justo encima del ombligo. Con su otra mano abraza su propio puño y con firmeza presiona hacia el centro del estómago. “¿Lo hago yo, realmente? -se pregunta- no sabía que tuviera tanta soltura”.
Tras el primer empellón no hay resultado visible, sólo la cara cada vez más encarnada del niño, que sigue sin emitir ningún ruido. Se coloca mejor, sosteniendo al chico de pie, con el torso inclinado hacia delante. Posiciona de nuevo el puño. Coge aire y vuelve a presionar, esta vez con más fuerza.
Sigue igual, aunque empieza a amoratarse. “¿Y si se me muere? -piensa en bajo Susana. Más sollozos: “por Dios, por Dios sálvalo”, que no la ayudan. Toma aire de nuevo y va el tercer intento; Susana empuja su propia respiración hacia afuera, como si el aire le obstruyera a ella la garganta. Un caramelo sale de la del chico como un tiro.
Incorpora y gira al pequeño, al que pregunta cómo se encuentra. El niño la abraza por toda respuesta. Susana nota las manitas en sus hombros, a pesar del polar que lleva puesto.
Siente también la mejilla caliente de Hugo, nombre que grita la madre al tiempo que se lo arrebata de los brazos. Susana le advierte que lo deje respirar un poco más, aunque entiende que es normal la reacción de la mujer.
Se oyen aplausos. Susana da la vuelta para regresar a su asiento. Alguien está grabando la escena con su móvil; “hablando de móviles, el mío lo he dejado en la otra punta del vagón, junto a mi cartera y mi mochila… igual me lo han quitado en este rato” se dice.
Sigue andando por el pasillo, entre los asientos; va sujetándose a los cabezales. Oye aclamaciones, pero no ve las caras. Las piernas no la sostienen. Pero consigue llegar a su puesto. Aún le tiemblan las piernas. Se da cuenta de que sus cosas siguen donde las dejó.
"Esos caramelos de adoquín deberían estar prohibidos”, piensa.
Quiere llorar. Se da cuenta de que, mientras hacía la maniobra para liberar la garganta de Hugo, se ha acordado de otra garganta, también de nueve años, bloqueada por un caramelo.
Recuerda la expresión de su madre, entre el pánico y la determinación, sin término medio. Aún siente el rasguño que sus uñas largas le hicieron al empujar el caramelo hacia abajo.
Fueron segundos sordos e interminables en los que pudieron cambiar sus vidas; "más bien la suya, porque yo pude acabar ahogada del todo”, se dice Susana, que casi esboza la primera sonrisa "pero en aquella ocasión salió bien; mi madre tuvo mucho valor. Fue una heroína. Ella es una superviviente”.
Un relato de Silvia Resa López (copyright 2018)
Ilustraciones por Ágata del Barco
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